¡¡Chinito Va Muele!! ; ¡¡Va Muele!! (Justicia Revolucionaria) Junio 2010
miércoles, 21 de julio de 2010
(Historia de la vida real, basada en el recuerdo de la narración hecha por mi padre: Delio Martínez Aragón)
Al oír solamente la frase final de la historia, uno pensaría que está relacionada con la actividad de moler o algo así, quizá algunos pensarían en una muela. Nada más lejos de la realidad. La referencia era a algo mucho más trascendental.
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Se registra presencia de chinos en Cuba desde el siglo XVI, aunque los chinos, como grupo social empezaron a llegar a Cuba desde mediados siglo 19, vía de la “contrata” (en la que aparecía estipulado que recibirían un salario) la realidad es que era en calidad casi de esclavos sustitutos de los africanos. Sin embargo, se les asignó un estatus en apariencia diferente al del esclavo: el de “colono contratado”.
Registros históricos los mencionan como participantes de las guerras cubanas del siglo XIX. Dos chinos combatieron por más de diez años consecutivos, con lo cual podían aspirar al cargo de Presidente de la República, según la Carta Fundamental de 1901. En este caso se encontraron los generales Máximo Gómez (dominicano), Juan Ríus Rivera (puertorriqueño), Carlos Roloff (polaco) y también los oficiales chinos: comandante José Bú y capitán José Tolón.
Según una teoría familiar (no lo hemos podido corroborar) mi abuelo paterno era descendiente de alguna de de estas oleadas de chinos. Su cuerpo, así como algunas facciones de su cara, exhibían los rastros ya diluidos por el crisol por el que había pasado el ADN de estos inmigrantes. En el siglo 19 habían venido a hacer todo tipo de trabajo, pero principalmente agrícolas como consecuencia de la aprobación de un proyecto para importar obreros chinos procedentes del puerto de Amoy, (región colindante con la provincia de Cantón) presentado por un rico hacendado ante la Real Junta de Fomento de Agricultura y Comercio.
Los chinos se mantuvieron llegando a Cuba durante el siglo 20. En la segunda mitad del siglo 20 los inmigrantes chinos se distinguían por dedicarse en manera amplia al comercio. Rápidamente aprendían el español mínimo para poder desenvolverse en sus negocios, aunque su acento característico y su dificultad para pronunciar la “R” los acompañarían por el resto de sus días. Las heladerías chinas florecían en el periodo prerrevolucionario, con un crecimiento no basado tanto en la calidad de su producto, que tendía a tener una textura poco cremosa con aspecto y consistencia más bien de congelados, (algunos atestiguan que cuando se caían al piso tardaban horas en derretirse) sino en las largas horas de trabajo constante que los orientales dedicaban a sus negocios. Los chinos no eran extraños al trabajo duro.
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Pese al historial de sus ancestros esclavos en el siglo 19 y del trabajo duro al que estaban acostumbrados en el siglo 20, el recién llegado no parecía tener la templanza necesaria para el trabajo, pero eso siempre ocurre con los chinos: su cuerpo pequeño y delgado engaña. Era el final de la década de los 60 y los gusanos (ese término se les aplicaba a los que querían salir del país) tenían que pagar de diversas maneras su rescate para lograr salir del paraíso comunista. Entre ellos, el trabajo en los “albergues”, esos centros de trabajo agrícola (localizados en áreas rurales remotas; rodeados con alambres de púas, ranchones tipo barracas, ventanas hechas con sacos y pisos en tierra), que con tanto éxito hizo proliferar la revolución.
Por esas causalidades de la vida, mi padre coincidió con el pobre asiático en el albergue. El, orgullosamente llevaba en su acervo cultural un sexto grado de educación y un doctorado de la vida. Habiendo estado acostumbrado a las labores en el campo desde su niñez el cuerpo de mi padre había sido curtido por el trabajo y la vida dura. Nos había contado muchas veces sobre su laborioso trabajo desde niño en el campo, mas tarde en la central azucarera, luego sus interminables jornadas de trabajo levantando un negocio propio; “El Liceo”: la más inverosímil era una de setentidós horas corridas. Tres días seguidos, sin dormir, sin descanso, sin cambiarse los zapatos, con solo tiempo de afeitarse, comer de pie, lavarse un poco la cara y debajo de los brazos con un pañito. Así que, con esfuerzo, en 1969, a sus cincuenta, podía resistir el arduo trabajo a través de surcos interminables; siempre supervisados por aquellos llamados “militares” que orgullosamente mostraban el título que los acreditaba como tales: la bayoneta otorgada por la revolución.
El inicio de la jornada era a las 5:00 de la mañana, cuando un silbato sonaba. Los camiones eran llenados con su carga humana destinada al área de trabajo. Cada surco era supervisado por militares que estimulaban a los trabajadores con el objetivo de lograr alcanzar las altas metas revolucionarias.
El almuerzo era llevado al área de trabajo en aquellos latones de basura (zafacón) donde era cocinada la comida, rica en proteínas debido a la alta concentración de insectos que la adobaban. Del latón era vertida en los “platos” de los obreros que alineados esperaban su turno. A cada uno de ellos se le proveía antes de cada jornada de trabajo una pequeña jarrita de aluminio, que llevaban amarrada a su cintura y que servía tanto para tomar agua, como de plato profundo donde era vertido el enmarañado potaje que era el plato casi exclusivo en el menú.
Después de su primera media jornada de trabajo, el oriental (raza que parece tener la virtud genética de no engordar, no importa la ingesta de carbohidratos que haga) esperaba ansiosamente el alimento. Con la pasividad que caracteriza a esta raza, esperó su turno en la fila. El oriental, recién llegado al albergue, no se había dado cuenta de la magnitud de su nueva realidad. Al ser vertido el potaje en la jarrita que prontamente extendió hacia el camarada encargado de servirles a los parroquianos, percatándose de la exigua cantidad y quizá con un halito de esperanza emanado de la fe en alguna deidad china, exclamó:
“¿Pelo.. , yo polel lepetil? -“ No chino eso es todo”. –contesto en voz alta, seca y autoritaria el llamado capitán. Sin entender la repercusiones de una acción que la revolución podía interpretar como insubordinación (o quizá entendiéndola pero sabiendo que de cualquier forma, lo que estaba debatiéndose era su vida), el oriental reprocho a toda voz -“CAPITAN GLITAL A CHINITO TOLO EL DIA: “CHINITO MA DULO, CHINITO AVANSA, CHINITO MA LAPILO” Y AHOLA TU DAL ESTO NALA MA DE COMEL!!! ......... ¡ ¡ ¡CHINITO VA MUELE; YO VA MUELE!!!!"
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No pasaron muchos días cuando ya no se supo nada más del oriental. Se corrió la voz de que había sido trasladado a otro albergue. En un acto humanitario, quizás la revolución le busco un sitio más adecuado.